palermito69
Estrella
La lluvia continuaba. Era una lluvia dura, una lluvia constante, una lluvia minuciosa y
opresiva. Era un chisporroteo, una catarata, un latigazo en los ojos, una resaca en los
tobillos. Era una lluvia que ahogaba todas las lluvias, y hasta el recuerdo de las otras
lluvias. Caía a golpes, en toneladas; entraba como hachazos en la selva y seccionaba los
árboles y cortaba las hierbas y horadaba los suelos y deshacía las zarzas. Encogía las
manos de los hombres hasta convertirlas en arrugadas manos de mono. Era una lluvia
sólida y vidriosa, y no dejaba de caer.
-¿Cuánto falta, teniente?
-No se. Un kilómetro, diez kilómetros, mil kilómetros.
-¿No está seguro?
-¿Cómo puedo estarlo?
-No me gusta esta lluvia. Si supiésemos, por lo menos, a qué distancia está la cúpula
solar, me sentiría mejor.
-Faltará una hora o dos.
-¿Lo cree usted de veras, teniente?
-¿O miente para animarnos?
-Miento para animarlos. ¡Cállese!
Los dos hombres estaban sentados bajo la lluvia. Detrás de ellos había otros dos,
empapados, cansados, derruidos, como arcilla deshecha.
El teniente abrió los ojos. Tenía una cara que alguna vez había sido morena. La lluvia
la había blanqueado. La lluvia la había quitado el color de los ojos. Tenía los ojos blancos,
blancos como los dientes, blancos como el pelo. El teniente era todo blanco. Hasta el
uniforme se le estaba volviendo blanco, y quizá también un poco verde, a causa de los
hongos.
El teniente sintió la lluvia en las mejillas.
-¿Cuándo habrá dejado de llover en Venus? Hace muchos años quizá.
-No desvaríe -dijo otro de los hombres-. En Venus nunca deja de llover. Llueve y llueve.
He vivido aquí durante diez años, y no ha habido un minuto, ni siquiera un segundo, sin
estos chaparrones.
-Como si viviéramos debajo del agua -dijo el teniente, y se incorporó ajustándose las
armas al cinturón-. Bueno, será mejor que sigamos. Pronto llegaremos a esa cúpula.
-O no llegaremos -dijo el cínico.
-Sólo falta una hora, más o menos.
-Ahora trata de mentirme a mí, mi teniente.
-No, me miento a mí mismo. A veces es necesario mentir. No aguantaré mucho más.
Los hombres se metieron en la selva, mirando sus brújulas de cuando en cuando. No
había ningún punto de referencia, sólo lo que señalaba la brújula. Un cielo gris, y la lluvia,
y la selva, y algún claro entre los árboles, y detrás de ellos, muy lejos, en alguna parte, el
cohete destrozado. El cohete en el que yacían dos de sus compañeros, muertos, y
chorreando lluvia.
Los hombres caminaron en fila india, sin hablarse. De pronto, llegaron a la orilla de un
río, ancho, aplastado y de aguas oscuras, que corría hacia el mar Único. La lluvia cubría
la superficie del río con un billón de puntos.
-Vamos, Simmons -dijo el teniente.
Hizo una seña, y Simmons sacó un paquete que bajo la acción de alguna sustancia
química se infló hasta formar un bote. El teniente dirigió el corte de algunas maderas y la
rápida construcción de unos remos y los hombres se lanzaron al río, remando
rápidamente, a través de las aguas tranquilas, bajo la lluvia.
El teniente sintió la lluvia fría en las mejillas, en el cuello y en los móviles brazos. El frío
le llegó a los pulmones. Sintió la lluvia en las orejas, en los ojos, en las piernas.
-No dormí nada anoche -murmuró.
-¿Quién pudo dormir? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Cuántas noches sin sueño? ¡Treinta
noches! ¡Treinta días! ¿Quién puede dormir mientras la lluvia le rebota a uno en el
cráneo? No sé qué daría por un sombrero. Cualquier cosa, con tal de que la lluvia dejara
de golpearme. Me duele la cabeza. Continuamente.
-Lamento haber venido a la China -dijo otro.
-Nunca oí que Venus se llamase la China.
-Sí, la China. La hidroterapia china. ¿No recuerdas aquella antigua tortura? Te atan
contra un muro.
Cada media hora te cae una gota en la cabeza. Te vuelves loco esperando la próxima
gota. Bueno, lo mismo pasa en Venus, sólo que en gran escala. No hemos nacido para
vivir en el agua. No se puede dormir, no se puede respirar, y uno se vuelve loco al
sentirse empapado. Si hubiésemos podido prever ese accidente, hubiéramos traído
impermeables y sombreros. Lo peor es esta lluvia que te golpea la cabeza. Es tan
pesada. Es como un cañonazo. No sé si podré aguantarlo mucho tiempo.
-Oh, ¡si encontráramos una cúpula solar! El hombre que inventó esas cúpulas tuvo una
buena idea.
Los hombres atravesaban el río, y pensaban, mientras tanto, en la cúpula solar que
estaba en alguna parte, ante ellos. Una cúpula resplandeciente bajo la lluvia selvática.
Una casa amarilla, redonda y brillante como el sol. Una casa de cinco metros de alto por
treinta de diámetro. Calor, paz, comida caliente, y un refugio contra la lluvia. Y en el centro
de la cúpula brillaba, es claro, el sol. Un globo de fuego amarillo que flotaba libremente en
lo alto del edificio. Y mientras uno fumaba o leía o bebía el chocolate caliente con
burbujas de crema, se podía mirar el sol. Allí estaba, amarillo, del mismo tamaño que el
sol terrestre, cálido, continuo. Dentro de esa casa. mientras pasaban ociosamente las
horas, era fácil olvidarse del mundo lluvioso de Venus.
El teniente se volvió y miró a los tres hombres que remaban apretando los labios.
Estaban tan blancos como setas, tan blancos como él. Venus lo blanqueaba todo en sólo
unos meses. Hasta la selva era un enorme papel blanco con unas pocas líneas un poco
menos blancas: un dibujo de pesadilla. Cómo podía ser verde, si no había sol, si la lluvia
caía sin cesar en un permanente crepúsculo. La selva blanca, blanca, y las hojas del color
del queso y la tierra como húmedos trozos de queso Camembert y los troncos de los
árboles como tallos de setas gigantescas... todo negr0 y blanco. ¿Y cuándo veían el
suelo? ¿No era casi siempre un arroyo, un pantano, un estanque, un lago, un río, y luego,
por fin, el mar?
-Llegamos.
Los hombres saltaron a tierra, chapoteando. Desinflaron el bote e hicieron de él un
paquete. Luego, de pie junto a la orilla lluviosa, trataron de fumar. Pasaron unos cinco
minutos antes que, estremeciéndose, con el encendedor invertido y protegido por las
manos, pudieran aspirar unas pocas bocanadas de unos cigarrillos que se mojaban
rápidamente y que una repentina ráfaga de lluvia les arrancaba de la boca.
Echaron a caminar.
-Un momento -dijo el teniente-. Creo haber visto algo ahí adelante.
-¿La cúpula solar?
-No estoy seguro. La lluvia se cerró en seguida.
Simmons comenzó a correr.
-¡Simmons, vuelva!
Simmons desapareció bajo la lluvia. Los otros lo siguieron.
Encontraron a Simmons en un claro de la selva. Se detuvieron y miraron a Simmons, y
lo que Simmons había descubierto.
El cohete.
Allí estaba, donde lo habían dejado. Habían dado, de algún modo, una vuelta completa,
y se encontraban otra vez en el punto dc partida. Entre los restos del cohete yacían los
dos cadáveres. Unas algas verdes les salían de las bocas. Se quedaron mirándolos, y las
algas florecieron. Los pétalos se desplegaron bajo la lluvia, y las plantas comenzaron a
morir.
-¿Cómo hemos vuelto?
-Una tormenta eléctrica, probablemente. La electricidad desarregló nuestras brújulas.
Eso lo explica todo.
-Puede ser.
-¿Qué haremos ahora?
-Empezar de nuevo.
-¡Dios mío! ¡Estamos tan lejos como antes!
-Calma, Simmons.
-¡Calma, calma! ¡Esta lluvia me enloquece!
-Tenemos bastante comida como para dos días, si no nos excedemos.
La lluvia bailó sobre la piel de los hombres, sobre los trajes empapados. La lluvia les
corrió por las narices y las orejas, por los dedos y las rodillas. Parecían unas fuentes de
piedra rodeadas de árboles. Echaban agua por todos los poros.
Y mientras estaban allí, mirando el cohete, oyeron un lejano rugido.
Y el monstruo salió de la lluvia.
El monstruo se alzaba sobre un millar de eléctricas patas azules. Caminaba
rápidamente, terriblemente Cada paso era un golpe. Donde se posaba una pata, un árbol
caía fulminado. El aire se llenó de bocanadas de humo. La lluvia aplastaba las débiles
humaredas. El monstruo tenía mil metros de altura y quinientos de ancho, e iba de un lado
a otro como un gigante ciego. A veces durante unos instantes, no tenía ninguna pata. Y
en seguida, en un segundo, mil látigos le salían del vientre, látigos azules y blancos que
herían la selva.
-La tormenta eléctrica -dijo uno de los hombres-. Arruinó las brújulas. Y viene para
aquí.
-Échense todos -dijo el teniente.
-¡Corran! -gritó Simmons.
-No pierda la cabeza, Simmons. Échense. La tormenta sólo golpea los lugares
elevados. Quizá salgamos ilesos. Echémonos aquí, lejos del cohete. Descargará ahí toda
su fuerza y pasará sin tocarnos. ¡Cuerpo a tierra!
Los hombres se echaron al suelo.
-¿Viene? -se preguntaron después de un rato.
-Viene.
-¿Está cerca?
-A unos doscientos metros.
-¿Más cerca?
-¡Aquí está!
El monstruo llegó y se detuvo sobre ellos. Diez relámpagos azules golpearon el cohete.
La nave se estremeció como un gong y dejó escapar un eco metálico. El monstruo lanzó
otros quince relámpagos que bailaron alrededor del cohete, en una ridícula pantomima,
palpando la selva y el suelo barroso.
-¡No! ¡No!
Uno de los hombres se puso de pie.
-¡Échese, idiota! -le gritó el teniente.
-¡No!
Los relámpagos golpearon la nave una docena de veces. El teniente volvió la cabeza
sobre el brazo y vio las enceguecedoras llamaradas azules. Vio cómo se abrían los
árboles y caían en pedazos. Vio la monstruosa nube oscura que giraba como un disco
negr0 y arrojaba otro centenar de lanzas eléctricas.
El hombre que se había puesto de pie corría ahora, como por una sala de columnas.
Corría zigzagueando entre ellas, hasta que al fin doce de esas columnas se abatieron
sobre él, y se oyó el sonido de una mosca que se posa sobre un alambre incandescente.
El teniente había oído ese sonido en su infancia, en una granja. Y en seguida se sintió el
olor de un hombre reducido a cenizas.
El teniente bajó la cabeza.
-No miren -les dijo a los otros.
Tenía miedo de que también ellos echaran a correr.
La tormenta descargó sobre los hombres una nueva serie de relámpagos, y luego se
alejó. Y otra vez volvió a sentirse sólo la lluvia. El agua limpió el aire rápidamente y borró
el olor de la carne chamuscada. Y los tres sobrevivientes se sentaron a esperar a que se
les calmaran los sobresaltados corazones.
Luego se acercaron al cuerpo, pensando que quizá podrían salvarle la vida. No podían
creer que no fuese posible ayudarlo. Era una actitud natural. No admitieron la muerte
hasta que la tocaron, pensaron en ella, y empezaron a discutir si debían enterrar el
cadáver o dejarlo allí para que la selva misma lo sepultara con las hojas que crecerían en
no más de una hora.
El cuerpo del hombre era un hierro retorcido envuelto en un cuero chamuscado.
Parecía un maniquí de cera, metido en un incinerador y retirado en seguida, cuando la
cera comenzaba a aplastarse alrededor del esqueleto de carbón. Sólo la dentadura era
blanca. Los dientes brillaban como un raro brazalete blanco, caído a medias sobre un
puño apretado y negr0.
-No debió correr -dijeron todos, casi al mismo tiempo.
Y mientras miraban el cadáver, la vegetación creció rápidamente a su alrededor,
ocultándolo con hiedras, enredaderas y hasta flores para el hombre muerto.
A lo lejos, la tormenta corrió sobre relámpagos azules, y desapareció.
Los hombres cruzaron un río, y un arroyo, y un torrente, y otros doce ríos, y más
torrentes y arroyos. Nuevos ríos nacían continuamente ante sus ojos, y los viejos ríos
alteraban su curso... Ríos del color del mercurio, ríos del color de la plata y la leche.
Los ríos corrían hacia el mar.
El mar Único. En Venus sólo había un continente. Una tierra de cuatro mil kilómetros de
largo por mil kilómetros de ancho, y alrededor de esta isla, sobre el resto del lluvioso
planeta, se extendía el mar Único. El mar Único, que golpeaba levemente las costas
pálidas...
-Por aquí. -El teniente señaló el sur-. Podría asegurar que allá hay dos cúpulas solares.
-¿Ya que empezaron por qué no construyeron cien cúpulas más?
-Hay ciento veinte cúpulas, ¿no?
-Ciento veintiséis, hasta el mes pasado. Hace un año trataron de que el Congreso
votara una ley para construir otras dos docenas; pero, oh, no, ya conocen la musiquita.
Prefirieron que la lluvia enloqueciera a algunos hombres.
Partieron hacia el sur.
El teniente y Simmons y el tercer hombre, Pickard, caminaron bajó la lluvia. bajo la
lluvia que caía pesadamente y dulcemente, bajo la lluvia torrencial e incesante que caía a
martillazos sobre la tierra y el mar y los hombres en marcha.
Simmons fue el primero en verla.
-¡Allá está!
-¿Qué?
-¡La cúpula solar!
El teniente parpadeó sacándose el agua de los ojos, y alzó las manos para protegerse
de las mordeduras de la lluvia.
A lo lejos, a orillas de la selva, junto al océano, se veía un resplandor amarillo. Se
trataba, indudablemente, de una cúpula solar.
Los hombres se sonrieron.
-Parece que tenía razón, teniente.
-Suerte.
-Oigan, al verla me siento otra vez lleno de vida.
-¡Vamos! ¡El último en llegar es un hijo de perra!
Simmons comenzó a trotar. Los otros lo siguieron automáticamente, sin aliento,
cansados, pero sin dejar de correr.
-Para mí un tazón de café -jadeó Simmons, sonriendo-. Y una hornada de pan, ¡dioses!
Y luego acostarse y dejar que el sol caiga sobre uno. ¡El hombre que inventó la cúpula
solar merece una medalla!
Corrieron con mayor rapidez. El resplandor amarillo se hizo aún más brillante -¡Pensar
que tantos hombres enloquecen antes de encontrar el remedio! Y sin embargo es tan
sencillo. -Las palabras de Simmons siguieron el ritmo de sus pasos-. ¡Lluvia, lluvia! Hace
años. Encontré‚ un amigo. En la selva. Caminando. Bajo la lluvia. Diciendo una y otra vez:
«No sé qué hacer, para salir, de esta lluvia. No sé qué hacer, para salir, de ésta lluvia. No
sé qué hacer...» Y así seguía. Sin detenerse. Pobre loco.
-¡Ahórrese fuerzas!
Los hombres corrieron..
Todos se reían. Llegaron, riéndose, a la puerta de la cúpula solar.
Simmons empujó la puerta.
-¡Eh! -gritó-. ¡Traigan el café y los bizcochos!
Nadie respondió.
Los hombres atravesaron el umbral.
La cúpula estaba desierta y en sombras. Ningún sol sintético flotaba, con su silbido de
gas, en lo alto del cielo raso azul. Ninguna comida estaba esperando. En la habitación
reinaba el frío, como en una tumba. Y a través de mil agujeros, abiertos recientemente en
el techo, entraba el agua, y las gotas de lluvia empapaban las gruesas alfombras y los
pesados muebles modernos, y estallaban sobre las mesas de vidrio. La selva crecía en la
habitación, como un musgo, en lo alto de las bibliotecas y en los hondos divanes. La lluvia
se introducía por los agujeros y caía sobre los rostros de los tres hombres.
Pickard empezó a reírse dulcemente.
-Cállese, Pickard.
-Oh, dioses, miren lo que estaba esperándonos... Nada de sol, nada de comida, nada.
¡Los venusinos! ¡Por supuesto! ¡Es obra de ellos!
Simmons asintió con un movimiento de cabeza. El agua le corrió por el pelo plateado y
por las cejas blancas.
-Una vez cada tanto los venusinos salen del mar y atacan las cúpulas. Saben que si
acaban con las cúpulas acabarán también con nosotros.
-¿Pero las cúpulas no están protegidas con armas?
-Por supuesto. -Simmons se dirigió hacia un lugar un poco menos mojado que los
otros-. Pero desde el último ataque han pasado cinco años. Se descuidaron las defensas.
Sorprendieron a estos hombres.
-¿Pero dónde están los cadáveres?
-Los venusinos se los llevaron al mar. He oído decir que lo ahogan a uno con un
método delicioso. Tardan cuatro horas. Realmente delicioso.
Pickard se rió.
-Apuesto a que aquí no hay comida.
El teniente frunció el ceño y señaló a Pickard con un movimiento de cabeza, mirando a
Simmons. Simmons hizo un gesto y entró en un cuarto, a un lado de la sala redonda. En
la cocina había mojadas rodajas de pan y trozos de carne donde crecía un vello verde.
La lluvia entraba por unos agujeros abiertos en el techo.
-Magnífico. -El teniente miró los agujeros-. Me parece que no podríamos tapar esos
agujeros e instalarnos aquí.
-¿Sin comida, señor? -gruñó Simmons-. La máquina solar está rota. Sólo nos queda
buscar la próxima cúpula. ¿Está muy lejos?
-No mucho. Recuerdo que en esta región construyeron dos no muy alejadas la una de
la otra. Quizá si esperásemos aquí, una dotación de la otra cúpula podría...
-Ya han estado aquí probablemente. Enviarán algunos hombres para reparar el lugar
dentro de unos seis meses, cuando el Congreso vote el dinero. Me parece que no nos
conviene esperar.
-Muy bien. Entonces nos comeremos el resto de las raciones y nos pondremos en
seguida en camino.
-Si por lo menos la lluvia no me golpeara la cabeza -dijo Pickard-. Sólo por unos
minutos... Si pudiera recordar en qué consiste sentirse tranquilo. -Pickard se apretó la
cabeza con ambas manos-. Recuerdo que cuando iba a la escuela un granuja que se
sentaba detrás de mí me pinchaba y me pinchaba y me pinchaba cada cinco minutos,
todo el día. Y así durante semanas y meses. Yo tenía siempre los brazos lastimados, con
manchas negras o azules y pensaba que esos pinchazos terminarían por volverme loco.
Un día, perdí la cabeza y me volví en mi asiento con una escuadra de metal que usaba en
las clases de dibujo técnico, y casi lo mato a aquel bastardo. Casi le saco la cabeza. Casi
le arranco un ojo. Me echaron de la clase, mientras yo gritaba: «¿Por qué no me deja
tranquilo? ¿Por qué no me deja tranquilo?» -Pickard se apretaba los huesos de la cabeza
con ambas manos. Cerraba los ojos-. ¿Pero qué puedo hacer ahora? ¿A quien voy a
golpear, a quién le diré que se vaya, que deje de molestarme? ¡Esta lluvia maldita, como
aquellos pinchazos, siempre sobre uno! ¡No se oye nada más! ¡No se siente nada más!
-Llegaremos a la otra cúpula solar a las cuatro de la tarde.
-¿Cúpula solar? ¡Miren ésta! ¿Y si todas las cúpulas de Venus estuviesen así, eh? ¿Y
si hubiese agujeros en todos los techos? ¿Y si entrara la lluvia en todas las cúpulas?
-Tenemos que correr ese riesgo.
-Estoy cansado de correr riesgos. Sólo quiero un techo y un poco de descanso. Que
me dejen en paz.
-Llegaremos dentro de ocho horas, si aguanta hasta entonces.
-No se preocupen. Aguantaré muy bien -dijo Pickard y se echó a reír sin mirar a sus
compañeros.
-Comamos -dijo Simmons, observándolo.
Caminaron por la costa, siempre hacia el sur. A las cuatro horas tuvieron que internarse
en la selva para evitar un río de más de un kilómetro de ancho, y de aguas demasiado
rápidas. Recorrieron unos ocho kilómetros y llegaron a un sitio en que el río surgía
abruptamente de la tierra, como de una herida mortal. Volvieron al océano bajo la lluvia.
-Tengo que dormir -dijo Pickard al fin. Se derrumbó-. No he dormido en cuatro
semanas. He probado, pero no puedo. Durmamos aquí.
El cielo estaba oscureciéndose. Caía la noche en Venus, una noche tan negra que todo
movimiento parecía peligroso. Simmons y el teniente cayeron también de rodillas.
-Bueno -dijo el teniente-, veremos qué se puede hacer. Ya lo hemos intentado antes,
pero no sé... Este clima no parece invitar al sueño.
Los hombres se tendieron en el barro, tapándose las cabezas para que el agua no les
entrara por las bocas. Cerraron los ojos. El teniente se estremeció.
No podía dormir.
Algo le corría por la piel. Algo crecía sobre él, en capas. Caían unas gotas, sobre otras
gotas, y todas se unían formando unos hilos de agua que le corrían por el cuerpo. Y
mientras, las raíces de las plantas se le metían en la ropa. Sintió que la hiedra lo cubría
con un segundo traje; sintió que los capullos de las florecitas se abrían, y que caían los
pétalos. Y la lluvia seguía y seguía, golpeándole el cuerpo y la cabeza. En la noche
luminosa (pues la vegetación brillaba ahora en la oscuridad) podía ver las figuras de los
otros dos hombres, como troncos caídos cubiertos por un manto de hierbas y flores. La
lluvia le golpeó la cara. Se cubrió la cara con las manos. La lluvia le golpeó entonces el
cuello. Se volvió boca abajo, en el barro, entre las plantas de tejidos elásticos, y la lluvia le
golpeó la espalda y las piernas.
El teniente se incorporó y comenzó a sacudirse el agua del cuerpo. Mil manos lo
estaban tocando, y no quería que lo tocaran. Ya no lo aguantaba más. Trastabilló y chocó
contra alguien. Era Simmons, de pie bajo la lluvia. Simmons escupía, tosía y estornudaba.
Y en seguida Pickard, gritando, se incorporó y echó a correr.
-¡Un momento, Pickard!
-¡Basta! ¡Basta! -gritaba Pickard. Disparó seis veces su arma contra el cielo de la
noche. En el resplandor de la pólvora, durante un instante, con cada detonación, los
hombres pudieron ver ejércitos de gotas de lluvia. como incrustadas en una vasta e
inmóvil piedra de ámbar, como sorprendidas por la explosión. Quince billones de gotitas,
quince billones de lágrimas, quince billones de joyas en una vitrina forrada de terciopelo
blanco. Y luego, cuando la luz desapareció, las gotas que se habían detenido para ser
fotografiadas, que habían suspendido su rápido descenso, cayeron sobre los hombres,
como una nube de voraces insectos, fría y dolorosa.
-¡Basta! ¡Basta!
-¡Pickard!
Pero Pickard ya no se movía.
El teniente encendió una linterna e iluminó el rostro húmedo de Pickard. El hombre
tenía los ojos desorbitados y la boca abierta, y el rostro vuelto hacia arriba, de modo que
el agua le golpeaba la lengua y le estallaba en la boca, y le lastimaba y le mojaba los ojos
abiertos, y le salía en burbujas de la nariz como un murmullo espumoso.
-¡Pickard!
Pickard no contestó. Se quedó allí, sin moverse, mientras las pompas de la lluvia se
rompían sobre su pelo descolorido, y los collares y las pulseras del agua se le
desprendían del cuello y las muñecas.
-¡Pickard! Nos vamos. Síganos.
La lluvia resbalaba por las orejas de Pickard.
-¿Me oye, Pickard?
Como si estuviese gritando dentro de un pozo.
-¡Pickard!
-Déjelo -murmuró Simmons.
-No podemos seguir sin él.
-¿Y qué vamos a hacer? ¿Llevarlo a la rastra? -exclamó Simmons-. Será totalmente
inútil. Tanto para él como para nosotros. ¿Sabe qué hará? Se quedará ahí hasta
ahogarse.
-¿Qué?
-Debía saberlo. ¿No conoce la historia? Se quedará ahí, con la cabeza levantada, y
dejará que el agua le entre por la nariz y la boca. Respirará agua.
-No.
-Así lo encontraron al general Mendt. Sentado en una roca, con la cabeza echada hacia
atrás, respirando lluvia. Tenía los pulmones llenos de agua.
El teniente volvió a iluminar aquel rostro inmóvil.
De la nariz de Pickard salía un sonido húmedo.
-¡Pickard! -El teniente lo abofeteó.
-No puede sentirlo -dijo Simmons-. Unos pocos días bajo esta lluvia y uno ya no tiene ni
cara ni piernas ni manos.
El teniente se miró horrorizado la mano. No la sentía.
-Pero no podemos dejarlo aquí.
-Le enseñaré qué podemos hacer.
Simmons disparó su arma.
Pickard cayó en un charco.
-No se mueva, teniente -dijo Simmons-. Tengo el arma cargada. Reflexione. Pickard se
hubiese quedado ahí, de pie o sentado, hasta ahogarse. Esto es más rápido.
El teniente miró parpadeando el cuerpo de Pickard.
-Pero usted lo mató.
-Sí, porque se hubiese convertido en una carga, y hubiese terminado con nosotros. ¿Le
vio la cara? Estaba loco.
Pasó un rato, y al fin el teniente asintió.
-Bueno.
Los dos hombres volvieron a caminar bajo la lluvia.
En la noche sombría, las linternas lanzaban unos rayos que apenas atravesaban la
lluvia. Después de media hora tuvieron que detenerse devorados por el hambre, y esperar
la llegada del alba. Cuando amaneció, la luz era gris, y seguía lloviendo. Los hombres se
pusieron otra vez en camino.
-Hemos calculado mal -dijo Simmons.
-No. Falta una hora.
-Hable más fuerte. No puedo oírlo. -Simmons se detuvo y sonrió-. Por Cristo -dijo, y se
tocó las orejas-. Mis orejas. Ya no las tengo. Esta lluvia me pelará hasta los huesos.
-¿No oye nada? -dijo el teniente.
-¿Qué? -Los ojos de Simmons parecían asombrados.
-Nada. Vamos.
-Creo que esperaré aquí. Siga usted adelante.
-No puede hacer eso.
-No lo oigo. Siga usted. No puedo más. No creo que haya una cúpula por estos lados.
Y si la hubiese, tendrá probablemente el techo lleno de agujeros, como la otra. Creo que
voy a sentarme.
-¡Levántese, Simmons!
-Hasta luego, teniente.
-¡No puede abandonar ahora!
-Tengo un arma que dice que sí. Ya nada me importa. No estoy loco todavía, pero no
tardaré mucho en estarlo. Y no quiero morir de ese modo. Tan pronto como usted se aleje
dispararé contra mí mismo.
-¡Simmons!
-Oiga, es cuestión de tiempo. Morir ahora o dentro de un rato. ¿Qué le parece si al
llegar a la próxima cúpula se encuentra con el techo agujereado? Sería magnífico, ¿no?
El teniente esperó un momento, y al fin se fue, chapoteando bajo la lluvia. Se volvió
una vez y llamó a Simmons, pero el hombre siguió allí, con el arma en la mano,
esperando a que el teniente se perdiera de vista. Simmons sacudió la cabeza y le hizo
una seña como para que siguiera caminando.
El teniente no oyó ni siquiera la detonación.
Mientras caminaba masticó unas flores. No eran venenosas ni tampoco muy nutritivas.
Las vomitó un minuto después.
Trató de hacerse un sombrero con hojas. Pero ya lo había intentado otras veces. La
lluvia le disolvió las hojas sobre la cabeza. Desprendidas de sus tallos las hojas se le
pudrían rápidamente entre los dedos, transformándose en una masilla gris.
-Otros cinco minutos -se dijo a sí mismo-. Otros cinco minutos y luego me meteré en el
mar y seguiré caminando. No estamos hechos para esto. Ningún terrestre ha podido ni
podrá soportarlo. Los nervios, los nervios.
Avanzó tambaleándose por un mar de fango y follaje, y subió a una loma.
A lo lejos, entre los finos velos del agua, se veía una débil mancha amarilla.
La otra cúpula solar.
A través de los árboles, muy lejos, un edificio redondo y amarillo. El teniente se quedó
mirándolo, tambaleante.
Echó a correr. y volvió a caminar. Tenía miedo. ¿Y si fuese la misma cúpula? ¿Y si
fuese la cúpula muerta, sin sol?
El teniente resbaló y cayó al suelo. Quédate ahí, pensó. Te has equivocado. Todo es
inútil. Bebe toda el agua que quieras.
Pero se incorporó otra vez. Cruzó varios arroyos, y el resplandor amarillo se hizo más
intenso, y echó a correr otra vez, quebrando con sus pisadas espejos y vidrios, y lanzando
al aire, con el movimiento de los brazos, diamantes y piedras preciosas.
Se detuvo ante la puerta amarilla donde se leía CÚPULA SOLAR. Extendió una mano
entumecida y la tocó. Movió el pestillo y entró, tambaleándose.
Miró a su alrededor. Detrás de él, en la puerta, los torbellinos de la lluvia. Ante él, sobre
una mesa baja, un tazón plateado de chocolate caliente, humeante, y una fuente llena de
bizcochos. Y al lado, en otra fuente, sándwiches de pollo y rodajas de tomate y cebollas
verdes. Y en una percha, en frente, una gran toalla turca, verde y gruesa, y un canasto
para guardar las ropas mojadas. Y a la derecha, una cabina donde unos cálidos rayos
secaban todo, instantáneamente. Y sobre una silla, un uniforme limpio que esperaba a
alguien, a él o a cualquier otro extraviado. Y allá, más lejos, el café que humeaba en
recipientes de cobre, y un fonógrafo del que nacía una música serena, y unos libros
encuadernados en cuero rojo o castaño. Y cerca de los libros, un sofá blando y hondo
donde podía acostarse, desnudo, a absorber los rayos de ese objeto grande y brillante
que dominaba la habitación.
Se llevó las manos a los ojos. Vio a otros hombres que se acercaban a él, pero no les
dijo nada. Esperó, abrió los ojos y miró. El agua le caía a chorros del uniforme y formaba
un charco a sus pies. Sintió que el pelo, la cara, el pecho, los brazos y las piernas se le
estaban secando.
El teniente miraba el sol.
El sol colgaba en el centro del cuarto, grande y amarillo, y cálido. Era un sol silencioso,
en una habitación silenciosa. La puerta estaba cerrada y la lluvia era sólo un recuerdo
para su cuerpo palpitante. El sol estaba allá arriba, en el cielo azul de la habitación, cálido,
caliente, amarillo, y hermoso.
El teniente se adelantó, arrancándose las ropas...
opresiva. Era un chisporroteo, una catarata, un latigazo en los ojos, una resaca en los
tobillos. Era una lluvia que ahogaba todas las lluvias, y hasta el recuerdo de las otras
lluvias. Caía a golpes, en toneladas; entraba como hachazos en la selva y seccionaba los
árboles y cortaba las hierbas y horadaba los suelos y deshacía las zarzas. Encogía las
manos de los hombres hasta convertirlas en arrugadas manos de mono. Era una lluvia
sólida y vidriosa, y no dejaba de caer.
-¿Cuánto falta, teniente?
-No se. Un kilómetro, diez kilómetros, mil kilómetros.
-¿No está seguro?
-¿Cómo puedo estarlo?
-No me gusta esta lluvia. Si supiésemos, por lo menos, a qué distancia está la cúpula
solar, me sentiría mejor.
-Faltará una hora o dos.
-¿Lo cree usted de veras, teniente?
-¿O miente para animarnos?
-Miento para animarlos. ¡Cállese!
Los dos hombres estaban sentados bajo la lluvia. Detrás de ellos había otros dos,
empapados, cansados, derruidos, como arcilla deshecha.
El teniente abrió los ojos. Tenía una cara que alguna vez había sido morena. La lluvia
la había blanqueado. La lluvia la había quitado el color de los ojos. Tenía los ojos blancos,
blancos como los dientes, blancos como el pelo. El teniente era todo blanco. Hasta el
uniforme se le estaba volviendo blanco, y quizá también un poco verde, a causa de los
hongos.
El teniente sintió la lluvia en las mejillas.
-¿Cuándo habrá dejado de llover en Venus? Hace muchos años quizá.
-No desvaríe -dijo otro de los hombres-. En Venus nunca deja de llover. Llueve y llueve.
He vivido aquí durante diez años, y no ha habido un minuto, ni siquiera un segundo, sin
estos chaparrones.
-Como si viviéramos debajo del agua -dijo el teniente, y se incorporó ajustándose las
armas al cinturón-. Bueno, será mejor que sigamos. Pronto llegaremos a esa cúpula.
-O no llegaremos -dijo el cínico.
-Sólo falta una hora, más o menos.
-Ahora trata de mentirme a mí, mi teniente.
-No, me miento a mí mismo. A veces es necesario mentir. No aguantaré mucho más.
Los hombres se metieron en la selva, mirando sus brújulas de cuando en cuando. No
había ningún punto de referencia, sólo lo que señalaba la brújula. Un cielo gris, y la lluvia,
y la selva, y algún claro entre los árboles, y detrás de ellos, muy lejos, en alguna parte, el
cohete destrozado. El cohete en el que yacían dos de sus compañeros, muertos, y
chorreando lluvia.
Los hombres caminaron en fila india, sin hablarse. De pronto, llegaron a la orilla de un
río, ancho, aplastado y de aguas oscuras, que corría hacia el mar Único. La lluvia cubría
la superficie del río con un billón de puntos.
-Vamos, Simmons -dijo el teniente.
Hizo una seña, y Simmons sacó un paquete que bajo la acción de alguna sustancia
química se infló hasta formar un bote. El teniente dirigió el corte de algunas maderas y la
rápida construcción de unos remos y los hombres se lanzaron al río, remando
rápidamente, a través de las aguas tranquilas, bajo la lluvia.
El teniente sintió la lluvia fría en las mejillas, en el cuello y en los móviles brazos. El frío
le llegó a los pulmones. Sintió la lluvia en las orejas, en los ojos, en las piernas.
-No dormí nada anoche -murmuró.
-¿Quién pudo dormir? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Cuántas noches sin sueño? ¡Treinta
noches! ¡Treinta días! ¿Quién puede dormir mientras la lluvia le rebota a uno en el
cráneo? No sé qué daría por un sombrero. Cualquier cosa, con tal de que la lluvia dejara
de golpearme. Me duele la cabeza. Continuamente.
-Lamento haber venido a la China -dijo otro.
-Nunca oí que Venus se llamase la China.
-Sí, la China. La hidroterapia china. ¿No recuerdas aquella antigua tortura? Te atan
contra un muro.
Cada media hora te cae una gota en la cabeza. Te vuelves loco esperando la próxima
gota. Bueno, lo mismo pasa en Venus, sólo que en gran escala. No hemos nacido para
vivir en el agua. No se puede dormir, no se puede respirar, y uno se vuelve loco al
sentirse empapado. Si hubiésemos podido prever ese accidente, hubiéramos traído
impermeables y sombreros. Lo peor es esta lluvia que te golpea la cabeza. Es tan
pesada. Es como un cañonazo. No sé si podré aguantarlo mucho tiempo.
-Oh, ¡si encontráramos una cúpula solar! El hombre que inventó esas cúpulas tuvo una
buena idea.
Los hombres atravesaban el río, y pensaban, mientras tanto, en la cúpula solar que
estaba en alguna parte, ante ellos. Una cúpula resplandeciente bajo la lluvia selvática.
Una casa amarilla, redonda y brillante como el sol. Una casa de cinco metros de alto por
treinta de diámetro. Calor, paz, comida caliente, y un refugio contra la lluvia. Y en el centro
de la cúpula brillaba, es claro, el sol. Un globo de fuego amarillo que flotaba libremente en
lo alto del edificio. Y mientras uno fumaba o leía o bebía el chocolate caliente con
burbujas de crema, se podía mirar el sol. Allí estaba, amarillo, del mismo tamaño que el
sol terrestre, cálido, continuo. Dentro de esa casa. mientras pasaban ociosamente las
horas, era fácil olvidarse del mundo lluvioso de Venus.
El teniente se volvió y miró a los tres hombres que remaban apretando los labios.
Estaban tan blancos como setas, tan blancos como él. Venus lo blanqueaba todo en sólo
unos meses. Hasta la selva era un enorme papel blanco con unas pocas líneas un poco
menos blancas: un dibujo de pesadilla. Cómo podía ser verde, si no había sol, si la lluvia
caía sin cesar en un permanente crepúsculo. La selva blanca, blanca, y las hojas del color
del queso y la tierra como húmedos trozos de queso Camembert y los troncos de los
árboles como tallos de setas gigantescas... todo negr0 y blanco. ¿Y cuándo veían el
suelo? ¿No era casi siempre un arroyo, un pantano, un estanque, un lago, un río, y luego,
por fin, el mar?
-Llegamos.
Los hombres saltaron a tierra, chapoteando. Desinflaron el bote e hicieron de él un
paquete. Luego, de pie junto a la orilla lluviosa, trataron de fumar. Pasaron unos cinco
minutos antes que, estremeciéndose, con el encendedor invertido y protegido por las
manos, pudieran aspirar unas pocas bocanadas de unos cigarrillos que se mojaban
rápidamente y que una repentina ráfaga de lluvia les arrancaba de la boca.
Echaron a caminar.
-Un momento -dijo el teniente-. Creo haber visto algo ahí adelante.
-¿La cúpula solar?
-No estoy seguro. La lluvia se cerró en seguida.
Simmons comenzó a correr.
-¡Simmons, vuelva!
Simmons desapareció bajo la lluvia. Los otros lo siguieron.
Encontraron a Simmons en un claro de la selva. Se detuvieron y miraron a Simmons, y
lo que Simmons había descubierto.
El cohete.
Allí estaba, donde lo habían dejado. Habían dado, de algún modo, una vuelta completa,
y se encontraban otra vez en el punto dc partida. Entre los restos del cohete yacían los
dos cadáveres. Unas algas verdes les salían de las bocas. Se quedaron mirándolos, y las
algas florecieron. Los pétalos se desplegaron bajo la lluvia, y las plantas comenzaron a
morir.
-¿Cómo hemos vuelto?
-Una tormenta eléctrica, probablemente. La electricidad desarregló nuestras brújulas.
Eso lo explica todo.
-Puede ser.
-¿Qué haremos ahora?
-Empezar de nuevo.
-¡Dios mío! ¡Estamos tan lejos como antes!
-Calma, Simmons.
-¡Calma, calma! ¡Esta lluvia me enloquece!
-Tenemos bastante comida como para dos días, si no nos excedemos.
La lluvia bailó sobre la piel de los hombres, sobre los trajes empapados. La lluvia les
corrió por las narices y las orejas, por los dedos y las rodillas. Parecían unas fuentes de
piedra rodeadas de árboles. Echaban agua por todos los poros.
Y mientras estaban allí, mirando el cohete, oyeron un lejano rugido.
Y el monstruo salió de la lluvia.
El monstruo se alzaba sobre un millar de eléctricas patas azules. Caminaba
rápidamente, terriblemente Cada paso era un golpe. Donde se posaba una pata, un árbol
caía fulminado. El aire se llenó de bocanadas de humo. La lluvia aplastaba las débiles
humaredas. El monstruo tenía mil metros de altura y quinientos de ancho, e iba de un lado
a otro como un gigante ciego. A veces durante unos instantes, no tenía ninguna pata. Y
en seguida, en un segundo, mil látigos le salían del vientre, látigos azules y blancos que
herían la selva.
-La tormenta eléctrica -dijo uno de los hombres-. Arruinó las brújulas. Y viene para
aquí.
-Échense todos -dijo el teniente.
-¡Corran! -gritó Simmons.
-No pierda la cabeza, Simmons. Échense. La tormenta sólo golpea los lugares
elevados. Quizá salgamos ilesos. Echémonos aquí, lejos del cohete. Descargará ahí toda
su fuerza y pasará sin tocarnos. ¡Cuerpo a tierra!
Los hombres se echaron al suelo.
-¿Viene? -se preguntaron después de un rato.
-Viene.
-¿Está cerca?
-A unos doscientos metros.
-¿Más cerca?
-¡Aquí está!
El monstruo llegó y se detuvo sobre ellos. Diez relámpagos azules golpearon el cohete.
La nave se estremeció como un gong y dejó escapar un eco metálico. El monstruo lanzó
otros quince relámpagos que bailaron alrededor del cohete, en una ridícula pantomima,
palpando la selva y el suelo barroso.
-¡No! ¡No!
Uno de los hombres se puso de pie.
-¡Échese, idiota! -le gritó el teniente.
-¡No!
Los relámpagos golpearon la nave una docena de veces. El teniente volvió la cabeza
sobre el brazo y vio las enceguecedoras llamaradas azules. Vio cómo se abrían los
árboles y caían en pedazos. Vio la monstruosa nube oscura que giraba como un disco
negr0 y arrojaba otro centenar de lanzas eléctricas.
El hombre que se había puesto de pie corría ahora, como por una sala de columnas.
Corría zigzagueando entre ellas, hasta que al fin doce de esas columnas se abatieron
sobre él, y se oyó el sonido de una mosca que se posa sobre un alambre incandescente.
El teniente había oído ese sonido en su infancia, en una granja. Y en seguida se sintió el
olor de un hombre reducido a cenizas.
El teniente bajó la cabeza.
-No miren -les dijo a los otros.
Tenía miedo de que también ellos echaran a correr.
La tormenta descargó sobre los hombres una nueva serie de relámpagos, y luego se
alejó. Y otra vez volvió a sentirse sólo la lluvia. El agua limpió el aire rápidamente y borró
el olor de la carne chamuscada. Y los tres sobrevivientes se sentaron a esperar a que se
les calmaran los sobresaltados corazones.
Luego se acercaron al cuerpo, pensando que quizá podrían salvarle la vida. No podían
creer que no fuese posible ayudarlo. Era una actitud natural. No admitieron la muerte
hasta que la tocaron, pensaron en ella, y empezaron a discutir si debían enterrar el
cadáver o dejarlo allí para que la selva misma lo sepultara con las hojas que crecerían en
no más de una hora.
El cuerpo del hombre era un hierro retorcido envuelto en un cuero chamuscado.
Parecía un maniquí de cera, metido en un incinerador y retirado en seguida, cuando la
cera comenzaba a aplastarse alrededor del esqueleto de carbón. Sólo la dentadura era
blanca. Los dientes brillaban como un raro brazalete blanco, caído a medias sobre un
puño apretado y negr0.
-No debió correr -dijeron todos, casi al mismo tiempo.
Y mientras miraban el cadáver, la vegetación creció rápidamente a su alrededor,
ocultándolo con hiedras, enredaderas y hasta flores para el hombre muerto.
A lo lejos, la tormenta corrió sobre relámpagos azules, y desapareció.
Los hombres cruzaron un río, y un arroyo, y un torrente, y otros doce ríos, y más
torrentes y arroyos. Nuevos ríos nacían continuamente ante sus ojos, y los viejos ríos
alteraban su curso... Ríos del color del mercurio, ríos del color de la plata y la leche.
Los ríos corrían hacia el mar.
El mar Único. En Venus sólo había un continente. Una tierra de cuatro mil kilómetros de
largo por mil kilómetros de ancho, y alrededor de esta isla, sobre el resto del lluvioso
planeta, se extendía el mar Único. El mar Único, que golpeaba levemente las costas
pálidas...
-Por aquí. -El teniente señaló el sur-. Podría asegurar que allá hay dos cúpulas solares.
-¿Ya que empezaron por qué no construyeron cien cúpulas más?
-Hay ciento veinte cúpulas, ¿no?
-Ciento veintiséis, hasta el mes pasado. Hace un año trataron de que el Congreso
votara una ley para construir otras dos docenas; pero, oh, no, ya conocen la musiquita.
Prefirieron que la lluvia enloqueciera a algunos hombres.
Partieron hacia el sur.
El teniente y Simmons y el tercer hombre, Pickard, caminaron bajó la lluvia. bajo la
lluvia que caía pesadamente y dulcemente, bajo la lluvia torrencial e incesante que caía a
martillazos sobre la tierra y el mar y los hombres en marcha.
Simmons fue el primero en verla.
-¡Allá está!
-¿Qué?
-¡La cúpula solar!
El teniente parpadeó sacándose el agua de los ojos, y alzó las manos para protegerse
de las mordeduras de la lluvia.
A lo lejos, a orillas de la selva, junto al océano, se veía un resplandor amarillo. Se
trataba, indudablemente, de una cúpula solar.
Los hombres se sonrieron.
-Parece que tenía razón, teniente.
-Suerte.
-Oigan, al verla me siento otra vez lleno de vida.
-¡Vamos! ¡El último en llegar es un hijo de perra!
Simmons comenzó a trotar. Los otros lo siguieron automáticamente, sin aliento,
cansados, pero sin dejar de correr.
-Para mí un tazón de café -jadeó Simmons, sonriendo-. Y una hornada de pan, ¡dioses!
Y luego acostarse y dejar que el sol caiga sobre uno. ¡El hombre que inventó la cúpula
solar merece una medalla!
Corrieron con mayor rapidez. El resplandor amarillo se hizo aún más brillante -¡Pensar
que tantos hombres enloquecen antes de encontrar el remedio! Y sin embargo es tan
sencillo. -Las palabras de Simmons siguieron el ritmo de sus pasos-. ¡Lluvia, lluvia! Hace
años. Encontré‚ un amigo. En la selva. Caminando. Bajo la lluvia. Diciendo una y otra vez:
«No sé qué hacer, para salir, de esta lluvia. No sé qué hacer, para salir, de ésta lluvia. No
sé qué hacer...» Y así seguía. Sin detenerse. Pobre loco.
-¡Ahórrese fuerzas!
Los hombres corrieron..
Todos se reían. Llegaron, riéndose, a la puerta de la cúpula solar.
Simmons empujó la puerta.
-¡Eh! -gritó-. ¡Traigan el café y los bizcochos!
Nadie respondió.
Los hombres atravesaron el umbral.
La cúpula estaba desierta y en sombras. Ningún sol sintético flotaba, con su silbido de
gas, en lo alto del cielo raso azul. Ninguna comida estaba esperando. En la habitación
reinaba el frío, como en una tumba. Y a través de mil agujeros, abiertos recientemente en
el techo, entraba el agua, y las gotas de lluvia empapaban las gruesas alfombras y los
pesados muebles modernos, y estallaban sobre las mesas de vidrio. La selva crecía en la
habitación, como un musgo, en lo alto de las bibliotecas y en los hondos divanes. La lluvia
se introducía por los agujeros y caía sobre los rostros de los tres hombres.
Pickard empezó a reírse dulcemente.
-Cállese, Pickard.
-Oh, dioses, miren lo que estaba esperándonos... Nada de sol, nada de comida, nada.
¡Los venusinos! ¡Por supuesto! ¡Es obra de ellos!
Simmons asintió con un movimiento de cabeza. El agua le corrió por el pelo plateado y
por las cejas blancas.
-Una vez cada tanto los venusinos salen del mar y atacan las cúpulas. Saben que si
acaban con las cúpulas acabarán también con nosotros.
-¿Pero las cúpulas no están protegidas con armas?
-Por supuesto. -Simmons se dirigió hacia un lugar un poco menos mojado que los
otros-. Pero desde el último ataque han pasado cinco años. Se descuidaron las defensas.
Sorprendieron a estos hombres.
-¿Pero dónde están los cadáveres?
-Los venusinos se los llevaron al mar. He oído decir que lo ahogan a uno con un
método delicioso. Tardan cuatro horas. Realmente delicioso.
Pickard se rió.
-Apuesto a que aquí no hay comida.
El teniente frunció el ceño y señaló a Pickard con un movimiento de cabeza, mirando a
Simmons. Simmons hizo un gesto y entró en un cuarto, a un lado de la sala redonda. En
la cocina había mojadas rodajas de pan y trozos de carne donde crecía un vello verde.
La lluvia entraba por unos agujeros abiertos en el techo.
-Magnífico. -El teniente miró los agujeros-. Me parece que no podríamos tapar esos
agujeros e instalarnos aquí.
-¿Sin comida, señor? -gruñó Simmons-. La máquina solar está rota. Sólo nos queda
buscar la próxima cúpula. ¿Está muy lejos?
-No mucho. Recuerdo que en esta región construyeron dos no muy alejadas la una de
la otra. Quizá si esperásemos aquí, una dotación de la otra cúpula podría...
-Ya han estado aquí probablemente. Enviarán algunos hombres para reparar el lugar
dentro de unos seis meses, cuando el Congreso vote el dinero. Me parece que no nos
conviene esperar.
-Muy bien. Entonces nos comeremos el resto de las raciones y nos pondremos en
seguida en camino.
-Si por lo menos la lluvia no me golpeara la cabeza -dijo Pickard-. Sólo por unos
minutos... Si pudiera recordar en qué consiste sentirse tranquilo. -Pickard se apretó la
cabeza con ambas manos-. Recuerdo que cuando iba a la escuela un granuja que se
sentaba detrás de mí me pinchaba y me pinchaba y me pinchaba cada cinco minutos,
todo el día. Y así durante semanas y meses. Yo tenía siempre los brazos lastimados, con
manchas negras o azules y pensaba que esos pinchazos terminarían por volverme loco.
Un día, perdí la cabeza y me volví en mi asiento con una escuadra de metal que usaba en
las clases de dibujo técnico, y casi lo mato a aquel bastardo. Casi le saco la cabeza. Casi
le arranco un ojo. Me echaron de la clase, mientras yo gritaba: «¿Por qué no me deja
tranquilo? ¿Por qué no me deja tranquilo?» -Pickard se apretaba los huesos de la cabeza
con ambas manos. Cerraba los ojos-. ¿Pero qué puedo hacer ahora? ¿A quien voy a
golpear, a quién le diré que se vaya, que deje de molestarme? ¡Esta lluvia maldita, como
aquellos pinchazos, siempre sobre uno! ¡No se oye nada más! ¡No se siente nada más!
-Llegaremos a la otra cúpula solar a las cuatro de la tarde.
-¿Cúpula solar? ¡Miren ésta! ¿Y si todas las cúpulas de Venus estuviesen así, eh? ¿Y
si hubiese agujeros en todos los techos? ¿Y si entrara la lluvia en todas las cúpulas?
-Tenemos que correr ese riesgo.
-Estoy cansado de correr riesgos. Sólo quiero un techo y un poco de descanso. Que
me dejen en paz.
-Llegaremos dentro de ocho horas, si aguanta hasta entonces.
-No se preocupen. Aguantaré muy bien -dijo Pickard y se echó a reír sin mirar a sus
compañeros.
-Comamos -dijo Simmons, observándolo.
Caminaron por la costa, siempre hacia el sur. A las cuatro horas tuvieron que internarse
en la selva para evitar un río de más de un kilómetro de ancho, y de aguas demasiado
rápidas. Recorrieron unos ocho kilómetros y llegaron a un sitio en que el río surgía
abruptamente de la tierra, como de una herida mortal. Volvieron al océano bajo la lluvia.
-Tengo que dormir -dijo Pickard al fin. Se derrumbó-. No he dormido en cuatro
semanas. He probado, pero no puedo. Durmamos aquí.
El cielo estaba oscureciéndose. Caía la noche en Venus, una noche tan negra que todo
movimiento parecía peligroso. Simmons y el teniente cayeron también de rodillas.
-Bueno -dijo el teniente-, veremos qué se puede hacer. Ya lo hemos intentado antes,
pero no sé... Este clima no parece invitar al sueño.
Los hombres se tendieron en el barro, tapándose las cabezas para que el agua no les
entrara por las bocas. Cerraron los ojos. El teniente se estremeció.
No podía dormir.
Algo le corría por la piel. Algo crecía sobre él, en capas. Caían unas gotas, sobre otras
gotas, y todas se unían formando unos hilos de agua que le corrían por el cuerpo. Y
mientras, las raíces de las plantas se le metían en la ropa. Sintió que la hiedra lo cubría
con un segundo traje; sintió que los capullos de las florecitas se abrían, y que caían los
pétalos. Y la lluvia seguía y seguía, golpeándole el cuerpo y la cabeza. En la noche
luminosa (pues la vegetación brillaba ahora en la oscuridad) podía ver las figuras de los
otros dos hombres, como troncos caídos cubiertos por un manto de hierbas y flores. La
lluvia le golpeó la cara. Se cubrió la cara con las manos. La lluvia le golpeó entonces el
cuello. Se volvió boca abajo, en el barro, entre las plantas de tejidos elásticos, y la lluvia le
golpeó la espalda y las piernas.
El teniente se incorporó y comenzó a sacudirse el agua del cuerpo. Mil manos lo
estaban tocando, y no quería que lo tocaran. Ya no lo aguantaba más. Trastabilló y chocó
contra alguien. Era Simmons, de pie bajo la lluvia. Simmons escupía, tosía y estornudaba.
Y en seguida Pickard, gritando, se incorporó y echó a correr.
-¡Un momento, Pickard!
-¡Basta! ¡Basta! -gritaba Pickard. Disparó seis veces su arma contra el cielo de la
noche. En el resplandor de la pólvora, durante un instante, con cada detonación, los
hombres pudieron ver ejércitos de gotas de lluvia. como incrustadas en una vasta e
inmóvil piedra de ámbar, como sorprendidas por la explosión. Quince billones de gotitas,
quince billones de lágrimas, quince billones de joyas en una vitrina forrada de terciopelo
blanco. Y luego, cuando la luz desapareció, las gotas que se habían detenido para ser
fotografiadas, que habían suspendido su rápido descenso, cayeron sobre los hombres,
como una nube de voraces insectos, fría y dolorosa.
-¡Basta! ¡Basta!
-¡Pickard!
Pero Pickard ya no se movía.
El teniente encendió una linterna e iluminó el rostro húmedo de Pickard. El hombre
tenía los ojos desorbitados y la boca abierta, y el rostro vuelto hacia arriba, de modo que
el agua le golpeaba la lengua y le estallaba en la boca, y le lastimaba y le mojaba los ojos
abiertos, y le salía en burbujas de la nariz como un murmullo espumoso.
-¡Pickard!
Pickard no contestó. Se quedó allí, sin moverse, mientras las pompas de la lluvia se
rompían sobre su pelo descolorido, y los collares y las pulseras del agua se le
desprendían del cuello y las muñecas.
-¡Pickard! Nos vamos. Síganos.
La lluvia resbalaba por las orejas de Pickard.
-¿Me oye, Pickard?
Como si estuviese gritando dentro de un pozo.
-¡Pickard!
-Déjelo -murmuró Simmons.
-No podemos seguir sin él.
-¿Y qué vamos a hacer? ¿Llevarlo a la rastra? -exclamó Simmons-. Será totalmente
inútil. Tanto para él como para nosotros. ¿Sabe qué hará? Se quedará ahí hasta
ahogarse.
-¿Qué?
-Debía saberlo. ¿No conoce la historia? Se quedará ahí, con la cabeza levantada, y
dejará que el agua le entre por la nariz y la boca. Respirará agua.
-No.
-Así lo encontraron al general Mendt. Sentado en una roca, con la cabeza echada hacia
atrás, respirando lluvia. Tenía los pulmones llenos de agua.
El teniente volvió a iluminar aquel rostro inmóvil.
De la nariz de Pickard salía un sonido húmedo.
-¡Pickard! -El teniente lo abofeteó.
-No puede sentirlo -dijo Simmons-. Unos pocos días bajo esta lluvia y uno ya no tiene ni
cara ni piernas ni manos.
El teniente se miró horrorizado la mano. No la sentía.
-Pero no podemos dejarlo aquí.
-Le enseñaré qué podemos hacer.
Simmons disparó su arma.
Pickard cayó en un charco.
-No se mueva, teniente -dijo Simmons-. Tengo el arma cargada. Reflexione. Pickard se
hubiese quedado ahí, de pie o sentado, hasta ahogarse. Esto es más rápido.
El teniente miró parpadeando el cuerpo de Pickard.
-Pero usted lo mató.
-Sí, porque se hubiese convertido en una carga, y hubiese terminado con nosotros. ¿Le
vio la cara? Estaba loco.
Pasó un rato, y al fin el teniente asintió.
-Bueno.
Los dos hombres volvieron a caminar bajo la lluvia.
En la noche sombría, las linternas lanzaban unos rayos que apenas atravesaban la
lluvia. Después de media hora tuvieron que detenerse devorados por el hambre, y esperar
la llegada del alba. Cuando amaneció, la luz era gris, y seguía lloviendo. Los hombres se
pusieron otra vez en camino.
-Hemos calculado mal -dijo Simmons.
-No. Falta una hora.
-Hable más fuerte. No puedo oírlo. -Simmons se detuvo y sonrió-. Por Cristo -dijo, y se
tocó las orejas-. Mis orejas. Ya no las tengo. Esta lluvia me pelará hasta los huesos.
-¿No oye nada? -dijo el teniente.
-¿Qué? -Los ojos de Simmons parecían asombrados.
-Nada. Vamos.
-Creo que esperaré aquí. Siga usted adelante.
-No puede hacer eso.
-No lo oigo. Siga usted. No puedo más. No creo que haya una cúpula por estos lados.
Y si la hubiese, tendrá probablemente el techo lleno de agujeros, como la otra. Creo que
voy a sentarme.
-¡Levántese, Simmons!
-Hasta luego, teniente.
-¡No puede abandonar ahora!
-Tengo un arma que dice que sí. Ya nada me importa. No estoy loco todavía, pero no
tardaré mucho en estarlo. Y no quiero morir de ese modo. Tan pronto como usted se aleje
dispararé contra mí mismo.
-¡Simmons!
-Oiga, es cuestión de tiempo. Morir ahora o dentro de un rato. ¿Qué le parece si al
llegar a la próxima cúpula se encuentra con el techo agujereado? Sería magnífico, ¿no?
El teniente esperó un momento, y al fin se fue, chapoteando bajo la lluvia. Se volvió
una vez y llamó a Simmons, pero el hombre siguió allí, con el arma en la mano,
esperando a que el teniente se perdiera de vista. Simmons sacudió la cabeza y le hizo
una seña como para que siguiera caminando.
El teniente no oyó ni siquiera la detonación.
Mientras caminaba masticó unas flores. No eran venenosas ni tampoco muy nutritivas.
Las vomitó un minuto después.
Trató de hacerse un sombrero con hojas. Pero ya lo había intentado otras veces. La
lluvia le disolvió las hojas sobre la cabeza. Desprendidas de sus tallos las hojas se le
pudrían rápidamente entre los dedos, transformándose en una masilla gris.
-Otros cinco minutos -se dijo a sí mismo-. Otros cinco minutos y luego me meteré en el
mar y seguiré caminando. No estamos hechos para esto. Ningún terrestre ha podido ni
podrá soportarlo. Los nervios, los nervios.
Avanzó tambaleándose por un mar de fango y follaje, y subió a una loma.
A lo lejos, entre los finos velos del agua, se veía una débil mancha amarilla.
La otra cúpula solar.
A través de los árboles, muy lejos, un edificio redondo y amarillo. El teniente se quedó
mirándolo, tambaleante.
Echó a correr. y volvió a caminar. Tenía miedo. ¿Y si fuese la misma cúpula? ¿Y si
fuese la cúpula muerta, sin sol?
El teniente resbaló y cayó al suelo. Quédate ahí, pensó. Te has equivocado. Todo es
inútil. Bebe toda el agua que quieras.
Pero se incorporó otra vez. Cruzó varios arroyos, y el resplandor amarillo se hizo más
intenso, y echó a correr otra vez, quebrando con sus pisadas espejos y vidrios, y lanzando
al aire, con el movimiento de los brazos, diamantes y piedras preciosas.
Se detuvo ante la puerta amarilla donde se leía CÚPULA SOLAR. Extendió una mano
entumecida y la tocó. Movió el pestillo y entró, tambaleándose.
Miró a su alrededor. Detrás de él, en la puerta, los torbellinos de la lluvia. Ante él, sobre
una mesa baja, un tazón plateado de chocolate caliente, humeante, y una fuente llena de
bizcochos. Y al lado, en otra fuente, sándwiches de pollo y rodajas de tomate y cebollas
verdes. Y en una percha, en frente, una gran toalla turca, verde y gruesa, y un canasto
para guardar las ropas mojadas. Y a la derecha, una cabina donde unos cálidos rayos
secaban todo, instantáneamente. Y sobre una silla, un uniforme limpio que esperaba a
alguien, a él o a cualquier otro extraviado. Y allá, más lejos, el café que humeaba en
recipientes de cobre, y un fonógrafo del que nacía una música serena, y unos libros
encuadernados en cuero rojo o castaño. Y cerca de los libros, un sofá blando y hondo
donde podía acostarse, desnudo, a absorber los rayos de ese objeto grande y brillante
que dominaba la habitación.
Se llevó las manos a los ojos. Vio a otros hombres que se acercaban a él, pero no les
dijo nada. Esperó, abrió los ojos y miró. El agua le caía a chorros del uniforme y formaba
un charco a sus pies. Sintió que el pelo, la cara, el pecho, los brazos y las piernas se le
estaban secando.
El teniente miraba el sol.
El sol colgaba en el centro del cuarto, grande y amarillo, y cálido. Era un sol silencioso,
en una habitación silenciosa. La puerta estaba cerrada y la lluvia era sólo un recuerdo
para su cuerpo palpitante. El sol estaba allá arriba, en el cielo azul de la habitación, cálido,
caliente, amarillo, y hermoso.
El teniente se adelantó, arrancándose las ropas...